Rayuela (2)

Se sigue viviendo en las mismas ciudades. Y siempre hay, entre muchas otras, una ciudad donde estás (el lado de acá) y una ciudad donde te gustaría estar, o donde deberías estar, o donde está tu ausencia (el lado de allá). París, la ciudad elegida (por motivos obviamente autobiográficos) por Cortázar para contar la historia de amor entre Oliveira y la Maga, es no solamente la ciudad más romántica del mundo (y mi lado de allá), sino también una ciudad empapada de nostalgia pesada. Sus calles son el reflejo de una forma de ser antigua y desgastada, sus edificios pertenecen a una época perdida, antigua y hermosa. Da la sensación de que allí se rompa la continuidad temporal, y también la espacial, del mismo modo que en Rayuela.

La vida se convierte en algo extraño y ajeno que se trata de representar por medio del arte, un arte que intenta convertirse en unidad con aquello que representa, cosa del todo imposible, pero a la que a veces, como en esta novela, se acerca. Fragmentaria, huidiza, pertinaz, la vida se resiste a ser retratada, y ahí es como Etienne con sus cuadros, y Morelli con sus escritos, tratan de atraparla sin utilizar los mecanismos formales al uso. Oliveira, por su parte, recoge objetos de la calle y con ellos hace esculturas: el hombre consciente de la vida, no puede hacer otra cosa que hablar de ella. Y la única forma de hablar realmente sobre la vida, de intentar mostrar lo que sabemos de ella, es el arte.